sábado, 25 de octubre de 2025

Poetario - Mole

 Mole

La pequeña Andrea solía hablar con el viento, y las aves le respondían.
Tenía un llamado ancestral: el de la tierra, el de los antiguos.
El humo parecía obedecerla.
En sus ojos llevaba el color de las especias,
y por sus venas corría aguamiel de agave manso.

Andrea se subía a un banquito de madera de mezquite, construido por su tata,
para alcanzar el fogón y desleír yemas en el cazo de cobre.
Sus tías solían decir:
—Andrea escucha la voz tenue de la abuela;
ella le dice cuánta sal agregar.—

Al crecer, interpretó la voz ancestral como otro tipo de llamado:
el del convento, el del claustro.
Pero la devoción no templó su aire místico,
el de quien escucha la lluvia antes de que toque el suelo,
enciende las velas al entrar al cuarto,
o siente el temblor antes de que los perros empiecen a ladrar.

Sus hermanas la miraban con recelo.
Decían que su flan siempre cuajaba,
que sus claras se volvían nubes primero,
que el crepitar de los leños se callaba al oír su voz.
Ella sabía que la lumbre también respira, también siente.

Cierta mañana, Andrea despertó con la sensación de haber dormido siglos
y vivido muchas vidas;
con el peso del tiempo sobre los hombros
y la ligereza de la hierba fresca en las manos.
En su pupila habitaba el brillo del oro viejo y de la plata nueva.

Al lado de su cama dormía un perro negro:
su piel era de sal ahumada
y despedía olor a leña de manzano, copal y especias de los moros.
El animal la miró con ojos de brasa encendida,
y su respiración sonaba como las voces antiguas:
los indios, los esclavos, los que todavía le rezan al maíz negro.

Bajo su pata izquierda había un trozo de papel arrugado.
El perro le dijo: —Come.—
Y el aire le supo a páginas viejas, a liturgia fermentada en rezos nuevos;
pero en su vientre se tornó dulce, como el caramelo…



Ocelotl

viernes, 17 de octubre de 2025

In Ocelotl Ce Tecuani


 La muy noble ciudad de Puebla de Ángeles, 30 de marzo de 1610, en el duodécimo año de su majestad, Felipe III el piadoso.​



A los ojos del empíreo ahitado en luceros, se tiñe un firmamento de azul oscuro. Tenues tintes de luz violácea se abren paso a través de un cristal erosionado por el tiempo. Allí, su fría y delgada silueta permanece postrada en la misma posición que la noche anterior: boca abajo, con la mano izquierda doblada sobre su espalda. Aún viste su vestido dominical, aquel que su madre le heredó y cuida con devoción. Los reflejos de luz acentúan las curvas del gastado encaje y el tontillo, doblado y deforme se alza próximo a sus pies descalzos. Sus brazos delgados y pálidos yacen cubiertos de tierra negra, como ceda en medio del estiércol fresco.


A escasos diez pasos dormía yo, su celador. Con el sueño todavía tirando de mi cuerpo, me incorporé.

Ningún pensamiento cruzó mi mente: autómata de movimientos rutinarios, entreabrí los ojos y alcancé mi ropa al lado del catre, un par de pantalones gastados y una camisa vieja.


Mientras mis pies desnudos tocaban la madera lisa, una fuerte punzada en la mano izquierda terminó de despertarme.Al prestarle atención, me percaté de los mapas de sangre seca que se dibujaban en mis nudillos deformados. No era mi sangre.


A tientas busqué encender una vela. Cuando el cuarto se llenó de luz vacilante, me concentré en encontrar agua para lavar mis manos.

Mientras bajaba las escaleras, la madera detrás de mí rechinó. Me detuve, giré la cabeza apenas para escuchar mejor.


Dos golpes secos.

Luego, un gemido suave, pero sordo.


Un sutil dejo de beatitud se marcó en mi rostro, como por obra del fuego. Sonreí.

Seguía viva. Menuda sorpresa. Creí que esta vez no despertaría.


Ya fuera de la casa, cerca del huerto, escuché un rugido fuerte, como de ocelote maltrecho. Se me erizaron los pelos de la nuca; los animales se inquietaron y los perros comenzaron a ladrar. Pistola en mano, fui a buscarlo. No era la primera vez que una fiera entraba en la hacienda.
La primera luz de la mañana limitaba mi vista: sólo veía siluetas negras. Entre la hierba alta, junto a la casa, distinguí dos ojos brillantes —dos monedas doradas nuevas— que me observaban fijamente. Se me heló la sangre y quedé paralizado; sólo escuchaba mi corazón queriendo salir.

A paso lento pero firme, la bestia emergió de la hierba seca. Sin apartar de mí aquella mirada, estiró la pata y me hizo señas para que me acercara. Creí que me volvía loco; repitió el gesto un par de veces. Incrédulo y desconfiado, avancé con piernas temblorosas. A un tiro de piedra pude ver en su lomo cuatro saetas clavadas, como novillo recién rejoneado. Entonces entendí: quería que lo ayudara a sacarlas.

Me acerqué decidido a darle el tiro de gracia. Los indios dicen que no se debe disparar más de cuatro veces —estúpidas bestias—; yo terminaría el trabajo. Jalé del gatillo. La pistola escupió muerte. Hincado, extraje una a una las saetas ensangrentadas; la piel estaba arruinada y la carne, amarga y dura. Aun así, los perros la devorarían; pensé en buscar el cuchillo pelador recién afilado.

Al voltear, en la pared de la casa leí, escrito con sangre:


“ In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl.”


De nuevo se me heló la sangre. Los ojos se me hicieron de papel y caí al suelo, junto al ocelote muerto. Su sangre borbotaba de la piel; sus ojos de moneda seguían fijos, observándome. Los ladridos se fueron haciendo lejanos y las fuerzas me abandonaron de un tirón.


Todo se volvió negro.


Postrado junto al fogón, al arrullo de los crocantes leños de mezquite -ese fuego cuya canción juraría haber escuchado mil veces-, abrí los ojos sabiendo, sin saber cómo, que ya los había abierto antes; como quien despierta dentro del mismo sueño. 


Un par de ojos color mar del Caribe me miraban atentos mientras lavaban mis heridas con delicadeza. En sus ojos azules había un brillo imposible; por un segundo creí ver en ellos el reflejo del animal herido. 


Compasiva e indulgente al verme despertar, bajó la mirada; sus cabellos dorados rozaban la piel lacerada de mis brazos. Mientras enjuagaba y exprimía un viejo trapo en agua salada, de sus manos se desprendía una memoria colectiva, compuesta de las tantas veces que, de la misma manera, enjuagó las heridas de su madre.


—Mire nada más cómo se ha dejado —replicó enérgicamente, sin reparo—. Toda su camisa ha quedado rota, inservible. Ahora tendré que remendarla. Quizás podría acompañarme a comprar aguja e hilo más tarde.


Permanecí en silencio, con la vista fija en el delicado vaivén de su cuerpo. Por un segundo deseé quedarme allí, entre sus pálidas manos de nube a punto de llorar, y que mis ojos se tornaran grises al calor de su aliento; como el pintor que muere a los pies de su obra maestra. Mas estaba cierto: una muerte tranquila no figuraba en mi destino.


Entonces irrumpió una voz humilde, entintada de desdén y de temor:


—¿Ha despertado?


Clavó su mirada en mí, una mirada que sólo se logra con el desgaste de los años. Quizás fantaseó con no verme despertar otra vez, con ver mi carne podrida convertirse en alimento de gusanos y perros sarnosos.

Todo se volvio negro. 


Cuando la luz me tocó de nuevo, el sol quemaba mi rostro. Abrí los ojos. Allí, su fría y delgada silueta permanece postrada en la misma posición que la noche anterior: boca abajo, con la mano izquierda doblada sobre su espalda…


Una voz tenue y rasposa repetía: “ In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl, In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl.”

La lengua de los indios. ¿Qué significa? 


Escuché un rugido fuerte, como de ocelote maltrecho. Se me erizaron los pelos de la nuca. No era la primera vez que una fiera entraba en la hacienda.


Entre la hierba alta, junto a la casa, distinguí dos ojos brillantes color del mar caribe —dos monedas plateadas nuevas— que me observaban fijamente.


Y otra vez, el crujir de los leños de mezquite, el mismo arrullo que precede al despertar.


jueves, 16 de octubre de 2025

Carta a mi hija



Para cuando vuelvas a mis letras, buscando mi voz entre tus memorias. 


Siempre creí que el amor a primera vista era cosa de cuentos, hasta que unos ojos me devolvieron la mirada, como queriendo entenderme; hasta que escuché tu llanto y vi tu sonrisa sin dientes. En ese instante se hizo realidad mi más grande miedo: el tiempo.


Supe que tenía un número limitado de minutos a tu lado. Supe también que un día no estaría allí para ti, para tomar tu mano en una noche fría, o secar tus lágrimas cuando tu corazón se rompa.


Así que te tomé en mis brazos, y tu calor se sintió bien en mi piel… no sé si porque eras mía o porque yo era tuyo.


Sé que no puedo vivir por ti, ni tú a través de mí; que mis errores no son tuyos, aunque los lleves tatuados en la piel como herencia mía. Pero puedo escribirte, y confiar en que volverás a mis letras buscando respuestas —o más preguntas— como vuelven las aves en la primavera.


Y confío en que, cuando nos volvamos a ver, con distintas pieles, me reconocerás de inmediato. Reconocerás la mirada ancestral, el devenir del tiempo en mis ojos, el ciclo del río.


Mientras te escribo, pienso en cómo la vida nos enseña con los mismos ciclos, y cómo estas vueltas son inevitables. Herman Hesse lo expresa así en Siddhartha:


“¿Recorrer el mismo círculo fatal? El río se reía. Sí, así era: todo lo que no se había terminado de sufrir y solucionar regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas.”


El río se ríe porque nos observa creer que avanzamos en línea recta, cuando él conoce la verdad: volvemos una y otra vez al mismo punto, al mismo caudal, las mismas rocas, la misma herida, el mismo error. Igual que él, que al final del ciclo regresará al océano, se ríe de nuestra ingenuidad mientras nos observa intentando saciar lo insaciable, lo infinito… hasta que aprendemos de verdad.


El círculo fatal deja de ser castigo, para convertirse en espejo que transforma como “la carga más pesada”, divina. Lo que no se resuelve retorna. Lo que no se sufre hasta el fondo queda pendiente y regresa con otro rostro, otro nombre, otra piel, otro código genético.


Y en medio del mar muerto, de la sal, Nietzsche nos recuerda:


“Esta vida, tal como tú la vives y la has vivido, tendrás que vivirla todavía otra vez y aún innumerables veces; se te repetirá cada dolor, cada placer, cada pensamiento, cada suspiro y todo lo indeciblemente grande y pequeño de la vida.”


¿Cuál es la lección que seguimos repitiendo una y otra vez, aunque cambie la forma, aunque cambie el rostro? La vida puede ser un círculo: repetir patrones, heridas queloides, con distinta piel, distinto rostro y perfume, pero el mismo núcleo, la misma raíz.


El secreto no está en morderse la cola, como el uroboros primigenio. Está en integrarla, como describe Jung: “el animal que se devora a sí mismo”, que reconoce su sombra una y otra vez, un número infinito de veces. Cada vuelta no es repetición estéril, sino espiral: un aprendizaje que nos eleva y nos transforma, como a Sísifo, cuya sonrisa es más real cada vez que alcanza la cima.

Imagino tu risa, cómplice y luminosa, real al final y el inicio de cada ciclo. 


Hasta que la eternidad nos vuelva a unir


miércoles, 15 de octubre de 2025

Siddartha, análisis y paralelismos (fragmento)

 La parte en que le da rienda suelta a los placeres... Me hizo pensar en el principito Creo que la tierra más fértil es la mente y el pensamiento, si no hacemos limpieza diligente entonces los baobabs aparecen invaden, consumen. 


 si no arrancas esas semillas a tiempo, invaden, crecen enormes y terminan por destruir el pequeño planeta. Son pensamientos-hábitos que, si se dejan crecer, sofocan lo esencial.

La diligencia espiritual es la jardinería: limpiar, cuidar, discernir, orar, estudiar.


‘Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más adelante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddhartha creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamás.’


Es imposible escapar del yo, del abismo, de la ausencia, porque siempre vuelve o más bien nunca se marcha, observa y espera paciente su momento para salir, intentamos saciarlo pero la verdad es que aquello que niegas te domina, te atrapa. Siddhartha siempre estuvo dominado por aquello que negaba, siempre estuvo ahogado en su ego, cuando se privaba y era el monje más sobresaliente o el que dominaba todas las formas de meditación era su ego y cuando se hundió en los placeres en lo mundano también era su ego. es imposible huir del yo le ponemos nombres algunos santos y otros profanos, algunos destruyen y otros construyen sobre arena, pero siempre está presente, o porque crees que los que salen del anexo sólo tienen de dos o se vuelven cristianos de hueso colorado o trepacerros? es el yo cambiando de piel, fortaleciéndose, ejerciendo un falso control, yo soy el más fuerte, el más disciplinado, el más espiritual, etc, etc. no todo es malo en sí pero si se usan con bastón de orgullo se vuelven obstáculo.


En paralelo bíblico, me recuerda a lo que Jesús decía a los fariseos: hacían largas oraciones, ayunos, daban diezmos… pero buscaban ser vistos como “los primeros”. O a Pablo en Filipenses 3, cuando dice que todo su pasado de logros religiosos lo considera pérdida en comparación con conocer a Cristo.  Este pasaje de Siddhartha es como decir: “no basta con cambiar de ropaje; el ego puede vivir disfrazado de sabiduría, de religión, de sacrificio. Hay que verlo, desarmarlo y rendirse”.


Entonces... El ejercicio es: identificar el nuevo disfraz... disciplina, religiosidad, intelectualidad, hedonismo, apariencia de bondad. Pregúntate: “¿Esto nace de necesidad de control o de reconocimiento, o surge de mi verdadera esencia?” soy vulnerable en realidad? o es mi deseo de ser visto? punto clave: reconocer no significa ceder al impulso del ego ni reprimir el equilibrio radica en aceptarlo y soltarlo a la vez: te veo pero no necesito que me gobiernes. 


esto me hace pensar en lo que Jesús dijo en Mateo 16:24 “Si alguien quiere ser mi seguidor, que renuncie a sí mismo, que tome su madero de tormento y me siga constantemente.


una renuncia total al yo —no a la personalidad sana, ni a la vida cotidiana, sino al ego que se aferra a títulos, prestigio, poder, linaje, apariencia, logros.

Es lo mismo que Pablo captó después, cuando en Filipenses 3 Pero las cosas que para mí eran ganancia, ahora las considero pérdida* a causa del Cristo. 8 Es más, considero también que todas las cosas son pérdida debido al incalculable valor del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor. Por él he aceptado la pérdida de todas las cosas y las veo como un montón de basura, (σκύβαλον, literalmente “desecho, excremento”) para ganar a Cristo.


‘recorrer el mismo círculo fatal? El río se reía. Sí, así era; todo lo que no se había terminado de sufrir y solucionar, regresaba de nuevo. Siempre se volvían a sufrir las mismas penas.’


El río “se ríe” porque ve cómo el ser humano se cree avanzando en línea recta, cuando en realidad vuelve una y otra vez al mismo punto, a la misma herida, al mismo error, hasta que realmente aprende.


Ese “círculo fatal” no es un castigo, sino un espejo: lo que no se resuelve, retorna. Lo que no se sufre hasta el fondo, queda pendiente y regresa con otro rostro.


qué lección es la que sigo repitiendo una y otra vez con distinto rostro? 


Paralelismo entre la carta a los filipenses de Pablo y "Martes con mi viejo profesor"

 Carta a los filipenses, contexto:


Autor: Pablo


Año: 60-62 d.C durante su primer encarcelamiento en Roma. Pablo recibió permiso para vivir en una casa alquilada, vigilado por un guardia durante dos años, esperando el juicio tras apelar a Cesar. 


Destinatario: Filipos, colonia romana en Macedonia, ciudad principal; hoy norte de Grecia. Primera ciudad europea donde Pablo fundó una congregación cristiana, aproximadamente diez años antes de enviarles la carta. Los primeros creyentes fueron Lidia, comerciante rica y exitosa, originaria de Tiatira, vendedora de púrpura (tinte, telas, ropa o tapices) y el carcelero. Tenían ciudadanía romana y por ende orgullo de identidad romana. En su mayoría eran gentiles. 


Motivo:

1- Agradecer todo lo que enviaron.

2- Explicar por qué envió de vuelta a Epafrodito.

3- Dar detalles de su situación en Roma.

4- Animarlos a permanecer unidos.

5- Prevenirlos de enseñanzas falsas. 


Paralelismo entre la carta a los filipenses de Pablo y “Martes con mi viejo profesor”

Pablo está en cadenas, pero escribe con una alegría y esperanza que desarman al lector. Su prisión no es solo física; también hay limitación corporal en sus palabras, quizás la edad, el cansancio o simplemente la limitación humana en comparación a su esperanza celestial.  Por otro lado Morrie, está atrapado en su cuerpo por la enfermedad. En ambos surge la sabiduría que nace cuando la vida se acorta al borde de la muerte. Ambos descubren que cuando el cuerpo y la libertad se apagan, lo esencial queda al descubierto, desnudo: el amor, la fe y la esperanza, como una flama tenue que se alimenta de lo eterno. 


Pablo enseña desde su celda, Morrie desde su sala, ambos hablan sobre la libertad interior. 

Como escribió Rousseau: “El hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes entre cadenas.” Esas cadenas pueden ser literales o simbólicas: el cubículo en el que pasamos diez horas al día, la cerradura que asegura nuestras puertas, la mente, o la propia conciencia de nuestra mortalidad. Todos, de una u otra forma, estamos encadenados. Pero pocos adquieren verdadera perspectiva.


Pablo escribió: “si vivo es para Cristo y si muero es ganancia”. Aquí radica la libertad que nadie puede arrebatarnos, ni gobiernos ni hombres ni cadenas literales o la muerte misma; porque la vida es la oportunidad de reflejar nuestra unión con Cristo y morir es el cumplimiento de esta. Morrie dice: “Aprende cómo morir , y aprenderás cómo vivir”. El sentido de la vida no radica en su prolongación sino en la entrega de esta a Dios. La muerte, entonces, es la revelación del sentido, la confirmación no de una derrota sino de una victoria. 


Capítulo 1


13 “porque toda la guardia pretoriana y todos los demás saben que llevo estas cadenas por causa de Cristo. 14 Y ahora la mayoría de los hermanos en el Señor han ganado más confianza gracias a mis cadenas y están demostrando más valor para hablar de la palabra de Dios sin temor.”


¿Cuáles son mis cadenas? ¿Mi mortalidad? ¿Mi lucha interna? ¿O algo más profundo, algo que quizás aún no logro ver? Tal vez son esas fuerzas invisibles que me limitan, lo que a veces me impide sentir o moverme con libertad, pero que al mismo tiempo me conceden perspectiva. No me definen; se vuelven instrumento de testimonio, tal como aquel hombre que mira su ego a los ojos pero no le cede el control, lo canaliza, lo “aporrea” hacia lo correcto. 


La certeza de que el tiempo deja caer su peso sobre el cuerpo es la perspectiva que sólo se adquiere viendo a través del lente que otorga los años, con los vértices erosionados de nuestros cuerpos; desde la limitación, las cualidades cobran sentido. 


Sin embargo, desde lo más profundo del ser surgen otras batallas, “espinas clavadas en la piel” que perfeccionan el poder de Dios en nuestra debilidad, en nuestro camino. Las cadenas internas, esos rincones en los que Jah trabaja con intimidad; la herida convertida en taller de alfarería. Así la constelación de heridas, la alquimia de abismo y grietas, ver el dolor sin máscara, a flor de piel, nos hace más humanos, más creíbles. El secreto entonces, radica en no sentir vergüenza por las cadenas, sino llevarlas como testimonio del amor de Jehová en nosotros.


“21 Porque, en mi caso, si vivo es para Cristo y si muero es ganancia. 22 Ahora bien, si debo seguir viviendo en este cuerpo, eso es fruto de mi trabajo. Sin embargo, no doy a conocer lo que escogería. 23 Estoy dividido entre estas dos cosas, pues deseo la liberación y estar con Cristo, lo que sin duda es mucho mejor. 24 Pero, por el bien de ustedes, es más necesario que yo siga viviendo en este cuerpo.”


Resulta fácil identificarse con el sentimiento detrás de estas palabras. Para Pablo, la muerte significaba libertad, estar con Cristo, un destino incomparable con su vida en la tierra. 

Para nosotros, la muerte es la confirmación de una vida dedicada al servicio de Dios, es dejarnos caer por completo en las manos de Jah, un paréntesis entre la guerra y el galardón. Es cerrar los ojos y abrirlos en el nuevo mundo que nos ha prometido, la muerte se convierte entonces en una estación de tren, es tomar el subterráneo hacia lo perfecto, la estación donde dejamos atrás las cadenas de la imperfección y abordamos hacia lo eterno. 


Capítulo 4


7 y la paz de Dios, que está más allá de lo que ningún ser humano puede entender, protegerá sus corazones y sus mentes por medio de Cristo Jesús.


Salomon escribió: “Porque mucha sabiduría trae mucha frustración, de modo que el que aumenta su conocimiento aumenta su dolor.” en contraste Descartes escribió: “Dubito, ergo cogito, cogito, ergo sum” (Dudo, por lo tanto pienso, pienso, por lo tanto existo) Instalando la angustia moderna en la mente del ser humano: si solo existo en la medida en que pienso, entonces, dejo de existir en cuanto dejo de entender o cuando pierdo el control. La sobre intelectualización de una situación es cada vez más y más común, pensamientos rumiantes que vuelven a cada momento con el fin de entender a cabalidad cada pequeño detalle de una situación. Lejos de traer paz, solo incrementan el dolor; se convierten en prisión, en el peso de nuestras cadenas, en el reflejo del ego intentando controlar lo incontrolable. Resulta imposible, entonces, para el ser humano alcanzar la Paz de Dios, no importa qué técnica se aplique, que meditación se utilice, medicamento se tome o terapeuta se visite, La paz de Dios solo se obtiene de una relación íntima con Él porque es parte del fruto que su espíritu produce, la verdadera paz no nace de la razón sino de la unión con Dios. 

Cuando la mente intenta comprenderlo todo, se desgasta, se erosiona como la roca que es golpeada por las olas; en cambio, el corazón, cuando se entrega, encuentra descanso y paz en las manos de su creador. 


12 Sé vivir con poco y sé vivir con mucho. En todo y en cualquier circunstancia he aprendido el secreto de estar satisfecho y de pasar hambre, de tener mucho y de no tener nada.


¿Cuál es el secreto sagrado? Pablo lo había revelado antes en su carta, cuando escribió: "Por él he aceptado la pérdida de todas las cosas y las veo como un montón de basura, para ganar a Cristo.” El secreto no radica en una técnica de autocontrol o resignación, sino en la renuncia de los deseos egoístas del ser, dejar de pertenecer al yo para ser posesión exclusiva de aquel que nos compró.


Cuelguen entonces las cadenas, regocíjense en el gozo que surge de la unión con Jehová nuestro Dios y su hijo, Cristo Jesus, y alégrense en la debilidad que perfecciona su poder.


lunes, 13 de octubre de 2025

Pecado

 He cometido un pecado al mirarte,

al respirar tu cuerpo cálido,
y sentir tu piel vibrante,
al imaginar tu cabello rizado
y tu voz de ave sangrante.


Caen las hojas,
como caen mis pensamientos
ingrávidos, irrelevantes
Pecado en tus ojos cálidos,
llameantes.


Me sedujo la triste noche
y los ópalos de Navariel,
la mirada contenida,
la respiración entrecortada,
y el torrente acuoso del amante.


Bebida de amargo ocaso,
de vino prosecco y huella dulce.

Olvido a cuentagotas.
Trescientas noches,
y letra de diamante.